Pequeñas Cosas

Gina me llamo cerca del mediodía y me pidió que vaya a ver David.  <Tengo miedo a que cometa una locura> fueron sus palabras. Intenté tranquilizarla, creyendo que era incapaz de hacer nada borde. Terminé prometiéndole que lo visitaría por la tarde para ver si todo estaba bien.

David estaba deprimido y pasaba mucho tiempo solo en casa, pero supuse que era parte de su duelo. Tarde o temprano volvería a ser el mismo de siempre, sólo necesitaba un poco de espacio para digerir todo lo que había pasado.

Fiel a mi promesa, cerca de las cinco estaba tocando timbre de su casa, pero nadie contestó. Golpeé la puerta y grité su nombre un par de veces, pero fue en vano. Antes de irme intenté girar el picaporte y, para mi sorpresa pude abrirla, no estaba cerrada con llave.

Eso nunca puede ser una buena señal —pensé.

Entré. Todo parecía tranquilo. Las cortinas estaban cerradas y las luces apagadas, como si no hubiese nadie allí. El lugar estaba limpio y ordenado, dentro de lo que cabe para un hombre solo. No había botellas de alcohol tiradas por el suelo ni mierda untada en las paredes, nada que pudiera llamar mi atención.

Solo silencio.

Seguí recorriendo la casa, llamándolo en voz alta, pero sin gritar.

David y Gina habían terminado hace unos meses. “Habían” es sólo una forma de decirlo, porque fue ella quien tomó la decisión de concluir con una relación que —me confesó— sentía que no iba a ninguna parte.

Fui hasta el dormitorio y fue ahí donde encontré a David, tirado en el suelo, boca arriba e inconsciente.

Inmediatamente me abalancé sobre él y tomé su brazo para ver si sentía su pulso, a pesar de que podía ver como su estómago subía y bajaba, señal de que estaba respirando. Luego, no sé por qué, puse mi mano en su frente buscando fiebre.

Fue algo instintivo, ni siquiera estaba pensando con claridad.

Lo abofeteé despacio unas tres veces hasta que noté una reacción.

—¡David que ha pasado! —grité—

El me miró y volvió a cerrar los ojos.

Me incorporé, saqué el móvil y marqué el número de emergencias. Me atendió una operadora de voz irritante, que no paraba de hacerme preguntas para las que no tenía respuestas.

—¿Tiene seguro médico?

—No lo sé.

—¿Hace cuánto que está así?

—No lo sé.

—¿Patologías preexistentes?

—No lo sé.

David seguía tendido en el suelo, pero comenzaba a moverse despacio. Estaba descalzo con unos pantalones cortos y una remera de un grupo musical que no conozco. Creo que era algún conjunto de punk rock.

No sé por qué, pero tuve la sensación de que podía tener frio. Aún con el teléfono en mi oído, saqué el edredón de la cama y lo puse sobre su cuerpo.

—La ambulancia va en camino. —dijo finalmente la operadora.

—Gracias —Colgué.

Me senté a su lado pensando que quizás le guste un poco de compañía, pero creo que era yo quien la necesitaba más que él. Estaba realmente cagado porque algo pudiera pasarle estando ahí conmigo.

¿Debía tomarle la mano? ¿Susurrarle al oído que todo que todo va a estar bien? ¿Qué carajos se hace en una situación como esta?

Me incorporé, tomé una almohada y la coloqué muy despacio bajo su cabeza, pensando que podría estar incómodo.

Luego fui hacia la ventana y me puse a observar la calle mientras fumaba, a la espera de que llegasen los paramédicos.  

Gina y David eran una de esas parejas de las que estás seguro que dentro de diez años veras las fotos que suben a Instagram de sus vacaciones familiares en alguna playa de mierda con dos críos.

Nunca vi venir que pasara algo así entre ellos. Creo que David tampoco, por eso algo en él se rompió cuando terminaron.

Quería interceder, pedirle a Gina que lo pensara. Pero no hice nada. Entendí que no tenía ningún sentido pedirle que volviera con él cuando lo que los había unido se había perdido.

Algunos lo llaman desgaste. Yo creo que la vida puede ser una verdadera mierda.

Al cabo de un rato escuché el ruido de unas sirenas acercándose por la calle y corrí hacia la puerta para recibirlos apenas llegasen.

La ambulancia estacionó frente a la puerta y descendieron de ella dos hombres de blanco provistos de todos los instrumentos necesarios para intentar salvarle la vida a una persona. Yo estaba justo en la entrada como buen anfitrión, pero a ellos pareció no importarle, porque me hicieron a un lado y corrieron hacia donde estaba David.

Le tomaron el pulso, la presión, y le pusieron un respirador. Buscaron una camilla y lo subieron a ella. Conectaron una vía a su brazo con lo que supongo era suero y se dispusieron a trasladarlo hacia algún hospital.

Escuché al conductor de la ambulancia llamando a los nosocomios cercanos para saber a cuál podrían llevarlo, mientras sus compañeros lo acomodaban en la parte trasera del vehículo.

Me acerqué hasta uno de ellos y, pudiendo preguntarle cualquier cosa sobre el estado de salud de mi amigo, dije:

—Disculpe doctor, ¿podría darme algo para los nervios?

El que manejaba dijo casi gritando <AL SAN JORGE>, por lo que el médico me miró y me respondió:

—Al hospital San Jorge.

Cerro las puertas dobles de la parte trasera de la ambulancia en mi cara y comenzó a alejarse con las sirenas a todo volumen.

Mis piernas temblaban y sentí que tenía el corazón bastante acelerado. Quizás deba llamar otra ambulancia, pero esta vez para mí.

En vez de eso, opté por ir hasta la esquina a por un taxi que me llevé hasta el hospital donde estaban traportando a mi amigo. 

 

Llegué en unos quince minutos y entré en la sala de espera. Pregunté a la recepcionista que no sabía nada, y me dijo que aguardase mientras lo averiguaba.

Había una máquina de café, pero no tenía cambio, así que fui nuevamente con la recepcionista.

—Le dije que aguarde —dijo.

—¿Tendría cambio para la máquina?

—Siéntese.

Un hombre mayor con lo que parecía ser una bata celeste y un bastón, me hizo una señal de que fuese con él. Yo accedí. El hombre sacó cambio de uno de los bolsillos de la bata y me lo dio gentilmente.

—Me estoy muriendo —dijo— ¿Tú también?

—De alguna forma todos estamos muriendo —contesté— Pero vengo a ver a un amigo.

—¿Se está muriendo?

—Veremos que dicen los médicos. —le dije mientras me acercaba a la máquina expendedora—

Estuve sentado aproximadamente una hora, tomando café y mirando una televisión sin volumen que estaba allí, mostrando un canal de noticias. La presentadora movía los labios de forma casi hipnótica, hasta que de alguna forma pude entender lo que decía. O eso creo.

—Señor, señor. —me llamaba la mujer de recepción.

Yo no la escuchaba, estaba copiando con mis labios lo que la presentadora del canal de noticias de televisión decía con los suyos. Haciendo una especie de mímica en un estado de trance, podría decirse.

El viejo de la bata me toca con su bastón y me dice:

—Creo que lo llaman a usted.

Salgo de mi hipnosis auto infringida y le agradezco, aunque me generó bastante desagrado que me haya tocado con la punta sucia de su bastón.

—Gracias, que siga bien.

¿Le dije qué siga bien a un hombre bastante mayor en la sala de un hospital, el cual me acaba de decir que se estaba muriendo?

La recepcionista me dice que David estaba ingresado en una de las habitaciones del hospital y que podría ir a verlo. Me indica el camino más corto a seguir, el cual olvidé ni bien termina de hablar.

Me las ingenié para llegar a la habitación preguntando indicaciones a cualquier ser viviente con bata blanca que me encontrase en el trayecto. Una pequeña puerta blanca a mitad del pasillo con el número 21 en color verde. Pensé que quizás debería golpear, pero no lo hice. Abrí directamente y me adentré en el lugar. David estaba recostado, pero consiente, con una venda en la cabeza y suero en el brazo.

No se sorprendió al verme por lo que creo que alguien debe haberle dicho que fui yo quien llamo a la ambulancia o algo parecido.

Me senté a su lado y le toqué la pierna. No sé porque hice eso, la mayoría de mis acciones son automáticas y no tienen justificación lógica alguna.

—¿Cómo estás? —pregunté.

—¿Bien y tú? —contesta.

Supongo que fue algo así como una respuesta automática.

—Estoy bien, pero lo importante es cómo estás tú.

—Me di un golpe en la cabeza cuando me caí, creo que tuvieron que suturar. Nada más.

Sentía que no era honesto, que había algo más de lo que me decía. Quería preguntarle, averiguar por qué se había desmayado, pero consideré casi como una invasión. Terminaría por contarme cuando estuviese listo para hacerlo, si es que lo estaba alguna vez.    

Estuvimos mirándonos callados un tiempo, quizás demasiado.

—Creo que va a llover —comentó.

Miré por la ventana y era de noche. No me había percatado de cuánto tiempo había pasado desde que lo encontré hasta ese momento, supongo que entre dos y tres horas. Y si, parecía que iba a llover.

—¿Tienes frío? ¿Quieres que pida una frazada o algo? —dije. 

—No, no. Estoy bien.

Una mujer que pasaba los cincuenta y con evidente sobrepeso entró en la habitación. Se presentó, pero no recuerdo su nombre, y dijo que era la enfermera del turno noche.

Se dirigió directamente a mí y me avisó que en media hora se terminaba el horario de visitas. Asentí con la cabeza, como si lo supiera, aunque no era así.

Luego miró a David y le dijo:

—Va a quedarse en observación un par de días.

—¿Qué es lo que tiene? —interrumpí como si tuviera derecho a saberlo—

La enfermera me miró, se acercó a mí y con mucha seriedad me dijo en voz baja, pero con mucha claridad:

—Eso es privado.

—¿Puedes hacerme un favor? —Interrumpió David— Dile a Gina que venga a verme.

David miró hacia el techo y sus ojos se humedecieron. La enfermera puso su mano derecha en mi cintura y me invitó a retirarme señalándome con la mano izquierda la salida —como si no supiera donde estaba la puerta— con la excusa de que el horario de visita había terminado.

—Volveré mañana —dije, pero no recibí respuesta.

Ni bien crucé el umbral de la puerta marqué el número de Gina.   

—Hola… —dijo Gina del otro lado de la línea.

En ese mismo momento la enfermera salió de la habitación. Necesitaba que me aclare lo que estaba pasando. 

—Espera un segundo. ¡Enfermera!

—¿Dónde estás, que pasa?

—¡Espere un segundo, enfermera! En el hospital Gina, internaron a David, pero no se…Disculpe, necesito hacerle unas preguntas.

—¿Qué pasó con David?

—Un segundo, Gina.

—Mire, usted no es familiar y no puedo revelar información del paciente. —contestó de mala gana la enfermera— Espero que lo entienda.

—¡Necesito saber que está pasando! —gritó Gina.

—Internaron a David —contesté—

Le expliqué a Gina lo ocurrido desde que llegué a casa de David hasta ese momento que salí de la habitación de David. Ella hacia preguntas obvias para las cuales no tenía respuesta. <¿Qué tiene?> <¿Es grave?> <¿Cuándo saldrá de allí?> A todo respondía <No lo sé> <No lo sé> <No lo sé>. Gina no estaba conforme con eso, pero era la verdad. No lo sabía.

Ella fue a verlo al día siguiente, y el otro después de ese. Así durante varios días seguidos. Yo intentaba ir por lo menos día por medio, estar al tanto de su evolución o, mejor dicho, de su involución.

David sabía hace bastante tiempo que tenía un tumor inoperable en su cerebro, pero nunca había dicho nada a nadie. No quiso que siquiera Gina lo supiera cuando decidió dar por terminada su relación, porque no quería que sea la lástima el motivo que los hiciera estar juntos.

David empeoró muy rápido. Los últimos días intentábamos estar el mayor tiempo posible junto a él, porque presumíamos lo peor.

Una tarde, cuando comenzaba a anochecer, estábamos con Gina en la habitación cuando David, con un hilo de voz, pidió que ella se acercara hasta él. Casi susurrando a su oído le confesó que no soportaba el dolor. Le pidió casi como un ruego, que necesitaba algo para terminar con su sufrimiento.

Gina entonces, tomó una servilleta de papel y escribió algo en ella con su lápiz labial. La doblo un par de veces para hacer que cupiera en un puño y la puso en la mano de Daniel.

Luego se acercó a mí, me tomó del brazo y me pidió que salgamos de la habitación. Fuimos hasta la sala de espera sin decir una palabra. Ella estaba aferrada a mí y no se separó siquiera un segundo hasta que la enfermera, la misma que me atendió el primer día y de la que sigo sin recordar su nombre, vino a avisarnos que todo había terminado.

David no tenía familia cercana, así que Gina tuvo que ocuparse de todos los trámites administrativos.

Mientras esperaba que Gina terminara el papelerío en una de las oficinas, un hombre, supongo que personal del hospital, se acercó para entregarme una caja con los elementos personales de David. Estaba la ropa con la que lo encontré, perfectamente doblada, un reloj pulsera y la servilleta escrita con ruge que Gina le entregó a David justo antes del final.

No debería haberlo hecho, lo sé, pero como casi todas las cosas que hago, lo hice sin pensarlo demasiado. Tomé la servilleta cuidadosamente y la desdoblé despacio.

<Todavía te amo> decía.  


PEQUEÑAS COSAS

Cocaína Social

Nielsen Gabrich

 

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