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Jesús tiene treinta y tres años y un revolver .38 largo en el bolsillo izquierdo de su campera deportiva.

Alguna vez dijo que quería ser arquitecto, pero le dio solamente para trabajar de peón en una obra en construcción donde cobra en negro menos del salario mínimo.

Claro que no le gusta su trabajo, ni los gritos del capataz apenas baja de la caja trasera de la pick up que lo lleva hasta la obra, cuando recién sale el sol.

Hoy aguarda impaciente frente a la carnicería de Luis, a que salgan los últimos clientes, llevando en la mano bolsas blancas con un dibujo de la cara caricaturizada de una vaca guiñando un ojo y sacando la lengua, dentro de las cuales guardan partes mutiladas del mismo animal, pero que no está tan contento como la pintura de fuera quiere hacer parecer.

Tiene el pulso acelerado, la respiración agitada, transpira. Mete su mano en la campera y tantea el arma otra vez. Piensa que solo tiene 3 balas. Suficientes.

Si la cosa iba bien no tendría que usar ninguna.

Luis está detrás del mostrador y se dispone a atender a la última persona que está en su local.

Rosa le pide un pedazo de lechón porque le gusta la carne tierna y jugosa. Los lechones son sacrificados antes de los veinte días de nacidos, cuando todavía dependen de la leche materna para sobrevivir. De ahí su nombre y su consistencia.

Ella es una buena mujer, anteayer hizo un retweet de una noticia que vio que decía algo sobre los derechos de los animales y hace unos meses donó diez pavos a Greenpeace, porque le daban pena que apaleen a las focas.

< Es la hora > se dice Jesús así mismo y resopla. 

Camina apresuradamente hacia la puerta del local. Lleva su mano donde guarda el arma y traspasa la puerta. No piensa, solo actúa.

Rosa recibe la bolsa con su pedazo de animal y le paga a Luis. Espera su cambio y al girar hacia la salida, le sonríe a Jesús que estaba detrás de ella, aguardando su turno.

Jesús escucha el cuchillo de Luis golpeando la tabla de madera al cortar un animal en pedazos.

—¿Qué te doy flaco? —dice Luis.

Un corte tras otro, separa la carne en pequeñas piezas.

Su padrastro vuelve a azotarlo. No le importa que el grite, que llore, que implore.

Que jure que no hará más, aunque no sepa que hizo. Todavía no aprendió a decir la palabra piedad, por eso no la usa.

La sangre cae.

—Flaco… —repite Luis.

—La plata dame, la puta madre que te parió.

Jesús saca el arma y le apunta a la cabeza. Está cagado de miedo, pero no puede demostrarlo.

Amenazar, pedir el dinero, tomarlo y correr. Conoce la teoría, aunque nunca la había puesto en práctica. No pensó que podría pasar después, o que haría si las cosas llegaran a complicarse. Pensar, pensar, pensar. Si pensaba demasiado no se iba a animar a hacerlo, y necesitaba esto.

Inmediatamente da la vuelta al mostrador y se pone al lado del carnicero. Un nudo se le atora en la garganta y el labio inferior comienza a temblarle.

Luis levanta los brazos, aún tiene la cuchilla en la derecha y el delantal ensangrentado que tiene el mismo dibujo que las bolsas, la cabeza de la vaca guiñando un ojo.

—Flaco tranquilo que tengo familia —dice Luis.

—Yo también tengo familia —responde Jesús mientras se acuerda de su madre.

Ciento cuarenta quilos, postrada en una cama y tres hijos. Uno muerto, otro preso y el último apuntándole a un hombre a la cabeza.

<Él tiene plata y yo no> repite una y otra vez dentro de su cabeza como si se tratara de un mantra. <Mañana la recupera>

Luis tiene cincuenta y dos, y el martes próximo lo iban a operar de la vesícula. Su hijo de veinte no consigue trabajo, pero él no lo presiona. Todavía está intentando superar que su madre se halla ido de este mundo hace menos de seis meses.

Él tampoco está bien, a diario tiene ganas de llorar y de hacerle compañía a su mujer allá donde esté, pero abre religiosamente la carnicería todos los días.

Carnicería que tiene hace veinte años, que la empezó casi sin nada y que hoy solo le da para subsistir, trabajándola seis días a la semana, diez horas por día.  

Luis mira fijamente a Jesús, frunce el ceño fruncido y abre la caja registradora. Saca despacio el dinero y lo pone en una de las bolsas blancas donde sus clientes se llevan la compra.

—Apurate —Increpa Jesús, que sigue apuntándolo, pero mira directamente a la caricatura impresa en la bolsa, como si la criatura lo hubiera obnubilado.

Luis no dice una palabra, pero siente que cada billete que deja en la bolsa es un poco de su sudor que se esfuma. Que va a las manos de un hijo de puta cuyo único mérito es tener un arma.

Siempre fue honrado, paga los impuestos y no jode a nadie. Cuando puede, ayuda a la gente del barrio, y este pendejo de mierda viene acá a cagarse en su esfuerzo.

Piensa que su mujer lo está mirando desde el cielo.

Levanta la mano izquierda y le alcanza a Jesús la bolsa con el dinero.

Jesús la agarra, pero Luis no la suelta. Cuando Jesús tironea un cuchillazo con la velocidad de un rayo le rasga la carne, abre sus entrañas y se le incrusta en las costillas.

Separa su carne.

Luis aprieta los dientes mientras hunde el cuchillo a mayor profundidad. Hasta el mango si es posible. La tibia sangre de Jesús se vierte sobre sus manos, salpica en su delantal blanco. La vaca guiñando el ojo queda salpicada de rojo carmesí.

Jesús lo mira con asombro. Un escalofrío recorre todo su cuerpo. Dispara. Una, dos, tres veces. Todas las balas impactan en el abdomen de Luís.  

Ambos caen al piso sin dejar de mirarse. Están agitados, casi sin fuerzas y con el corazón latiendo tan rápido como le es posible.

No hay odio en sus miradas. Jesús podría ser el hijo de Luis. Luis podría ser el padre de Jesús.

—Mirá lo que hiciste pibe —dice Luis.

—Vos, mira —responde Jesús— todo por unos pesos.

A Jesús se le cierran los ojos.

Luis intenta arrastrarse hasta donde está el teléfono del local. En su mente todavía existe la esperanza de sobrevivir si logra pedir ayuda.

—Por favor, no te vayas, no me dejes solo — escucha que pide Jesús con un hilo de voz.

Luis tiene su mano en el pecho, intentando contener la sangre que brota de manera incontrolable. Mira el teléfono, pero se arrastra unos metros hacia el lado contrario donde está Jesús y lo abraza fuertemente, haciendo que su cabeza descanse sobre su hombro derecho.

—Gracias —es lo último que dice Jesús.


 

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