Famoso por Quince Minutos
Cuando comienzas la carrera de periodismo seguramente te imaginas trabajando para uno de los grandes medios. Piensas en entrevistar personalidades, escribir un buen artículo, cubrir algún acontecimiento trascendente que quede para la posteridad.
Quizás ganar un premio.
Unos años más tarde te sientes afortunado de
tener trabajo.
Cuando eres cronista para un programa de
espectáculos como yo, ya no ves tan mal eso de estar desocupado.
Llevo más de tres horas dentro de una camioneta
usada, esperando que Solange Vergara salga de su función teatral.
Larry, el camarógrafo, está sentado a mi lado
abrazado a su cámara y con la mirada perdida. Con una hipoteca y una cuota
alimenticia a sus espaldas haría lo que fuera con tal de que le pagasen.
Creo que está considerando el suicidio.
No somos los únicos, varios móviles de televisión
se agrupan en la puerta del santuario a esperar que la nueva chica del momento
con una de sus palabras nos lleve a la iluminación.
Cuando era pequeño creía que estos programas sólo
lo veían las señoras con ruleros en la cabeza, sin otra cosa que hacer más que
enterarse de quien se había acostado con quien.
El mejor programa que se ha inventado en la
televisión. Puedes revolver la basura de un famoso sin salir del living de tu
casa.
A la gente le encanta conocer la mierda de su
artista favorito y a ellos les encanta mostrarla.
En la entrada principal se puede ver un cartel
gigante del culo de Solange, con todo lujo de detalles. Abajo dice que es una
comedia apta para toda la familia.
Todos los buenos comediantes están muertos.
Cuando tenía unos diez años, decía que quería ser
famoso. Salir en la televisión, sentir el respeto y la admiración de la gente.
Saberme más que el común de las personas.
Ser alguien.
Comienzo a escuchar que hay movimientos fuera.
Larry me hace una seña indicándome de que la actriz debe estar pronta a salir.
Repentinamente una multitud se agolpa en las
puertas del teatro que acababan de abrirse.
Cojo el micrófono y me introduzco entre cientos
de otros periodistas como yo que se empujan y se pelean por un lugar cerca de
sus tetas. Es como una selva, densa, pero en vez de vegetación, de manos
alzadas pidiendo alguna palabra.
Intento acercarle el micrófono a la boca como si
fuera un miembro erecto.
—Solange…
¿Cómo estuvo la función?
Mi voz se
pierde entre cientos de voces que preguntan.
Los gritos
hacen que ni yo pueda escucharme.
—Solange…
¿te gustan los penes grandes?
Metía el micrófono cada vez más dentro de su
boca. Ella intentaba apartarlo y yo pujaba más y más.
—Solange…
¿escupes o tragas?
Sonreía y
saludaba. No decía una sola palabra.
—Solange
por favor, la gente quiere saber. ¿Te gusta que te lo metan por el culo?
Ella subió a la parte trasera de un
carro que la esperaba y salió rápidamente del lugar sin contestar una sola
pregunta.
Miré a Larry y le dije:
—Está puta
tiene aires de diva.
Volvimos a la camioneta en silencio.
Larry se puso al volante y encendió el vehículo. Me
acomodé en la butaca del acompañante mientras prendía un cigarrillo.
Siento la mirada penetrante de Larry en la nuca
mientras despido el humo por la ventana.
—No
hagas eso aquí tío, hace daño. ¿Nunca has oído hablar de los riesgos de ser
fumador pasivo?
Gira
la cabeza de un lado hacia el otro en señal de desaprobación, mientras saca de
su bolsillo izquierdo un papel metálico doblado en varias partes.
Lo
abre cuidadosamente y esnifa un poco de coca.
Arrojo el pitillo a la calle mientras iniciamos
la marcha rumbo a un conocido restaurante cercano que frecuentan algunas de las
nuevas figuras del espectáculo.
A los doce años me grababa con un pequeño
grabador portátil que me había comprado mi padre en uno de sus viajes.
Casi nunca lo veía, pero me regalaba algunas
buenas cosas. Su modo de estar presente.
Jugaba a entrevistar políticos, deportistas y
actores; pero dentro mío sentía que las personas imaginarias que escuchaban mi
programa inventado, lo hacían por mí, más allá de a quien trajera a las
entrevistas.
Quería ser importante.
Tardamos cerca de media hora en llegar al lugar.
Aquí estaban cenando el señor Falo, quien rodó su
primera película en donde muestra sus pectorales, con la señorita Caraculo, que
se hizo famosa luego de que todos viéramos su trasero sin celulitis. Tal vez
sea hombre.
Los actores y actrices tienen raras
costumbres alimenticias, como comer en horarios impropios. Esto se debe a su
agenda de trabajo y a las drogas.
Principalmente a las drogas.
Había varios cronistas apostados, esperando a que saliesen
del lugar y se elevasen nuestro espíritu con una alguna de sus ingeniosas
frases.
No somos dignos.
Me vi a Larry y a mi repetidos muchas veces,
agazapados como hienas esperando a que la presa cometa un error. Y cuando eso
suceda asaltarlos desprevenidos y devorarlos con nuestras cámaras para que
todos los programas de espectáculos hablen de lo acontecido por un par de
días.
Me encantaría tener en exclusiva la
imagen de la señorita Caraculo atragantada con una zanahoria mientras el señor
Falo le masajea las tetas en un intento de reanimarla.
O que al señor Falo le dé un brote psicótico con
delirio místico y comience a golpear al mozo al grito de que vio a Jesús en su
tarta de manzana, mientras la señorita Caraculo intenta detenerlo tomándolo del
miembro.
Nada de eso sucede.
Al salir recibo nuevamente la indiferencia
de ambos. Pasan de mi como si fuera una molesta mosca que apartan con la mano.
Estoy hasta los cojones de esta gentuza de mierda.
Aprieto el micrófono con rabia y en un arrebato de
furia se lo arrojo con fuerza al señor Falo acertando justo en su cabeza.
Larry baja la cámara, no da crédito a lo que ve.
Todos los demás filman el micro del
canal seis ensangrentado en el suelo junto al señor Falo, que yace desmayado a su lado.
Mañana me despedirán, pero hoy
tendrán el rating más alto de su vida.
Me alejo de allí a paso tranquilo.
Todos me miran con cara de asombro, pero nadie se me acerca. Me filman, me
fotografían. Las luces de los celulares y de las cámaras forman una pasarela
por donde camino. Por unos minutos soy el centro de atención, soy la figura,
soy el famoso.
Esquivo los flashes y los micrófonos que se
acercan a mí. Sonrío y repito una y otra vez “sin comentarios” mientras me
pierdo en la oscuridad de la noche.
Once treinta de la mañana suena mi
teléfono.
—¡Tío
estás en todos los putos canales! —me dice Larry desde el otro
lado de la línea—
Prendo la televisión y la escena de ayer se
repite una y otra vez. Algunos programas filmaron el momento exacto en que
arrojo el micrófono. Hacen zoom en mi cara y debaten sobre mi expresión. Llaman
a especialistas en estados emocionales y expresiones faciales.
«Frunce el ceño, eso es que desata una ira
acumulada hace tiempo» dicen algunos. «Entrecierra
los ojos, eso es una expresión de crítica al vacío cultural existente en la
sociedad moderna»
alegan otros. «Es un hijo de puta» escucho también.
Hay
quienes conversan sobre mi postura corporal. Estos hacen acercamientos a mi
forma de pararme o como apoyo los pies y estiro el brazo. «Es un movimiento
preparado»
«Aprieta las nalgas, eso es que contiene
sus ganas de cagarse en la sociedad»
«¿Tiene el pene erecto?»
Llaman
a algunas de mis ex novias para corroborar este último punto.
«No
creo que se hubiese notado, tiene la picha pequeña»
No
la recuerdo, puede que saliéramos alguna vez, pero también es probable que se
la hayan inventado. Cogieron una mujer cualquiera, le dieron un par de líneas
para que memorice y la pusieron frente a una cámara. En un mes tendrá alguna
participación en un programa mediocre. Quizás la metan en algún lugar donde
puedan grabarla 24 / 7 mientras se baña, mientras caga, mientras duerme,
mientras come un plátano. Luego vendrá el teatro y en un año su primer intento
de suicidio.
Debería
haberme dedicado a ser guionista de las nuevas estrellas emergentes.
Por
un segundo siento celos. No deberían darle tanta exposición en cámara, están
hablando de mí, céntrense en mí y en mi picha pequeña.
Otros
canales me siguen analizando, esta vez mis energías extracorpóreas.
Cambio
de emisora. Están diciendo que mi comportamiento es claramente una demostración
de mi falta de sexo.
Cambio.
Un programa católico dice que es por la sobreexposición a la pornografía que,
al igual que la radiación, produce mutaciones a nivel celular que pueden desencadenar
en comportamientos violentos. Y la culpa de todo eso la tiene el diablo.
Cambio.
Soy machista.
Cambio.
Soy gay.
Cambio.
Soy alienígena.
Es
jodidamente difícil ser así de famoso.
No
sé cómo debe actuar alguien famoso y exitoso, nunca lo he sido. Gracias a dios
tengo Instagram, donde puedo ver que hace la gente famosa y exitosa. Que comen,
donde vacacionan, como viven, donde cagan.
Algo
bueno debe tener ser famoso, por algo en todas las fotos están sonriendo y
siendo felices. Mi fracaso se hace más evidente al ver sus #InstagramStories.
Yo
también haré mis historias y la gente envidiará mi vida.
Primero
debo salir de mi apartamento, aunque no creo que eso sea sencillo.
Debe
haber miles aguardando mi salida, rogándome una frase, una sílaba, cualquier
cosa que les aclare, aunque sea mínimamente, lo sucedido el día anterior.
¿Debería pararme a contestar sus preguntas o simplemente ignorarlos?
Necesito
un jefe de prensa. Alguien que me diga cómo actuar, que decir, que hacer. Si
ayer hubiera tenido un jefe de prensa me podría haber asesorado que cara poner
y como pararme a la hora de arrojar el micrófono y darle en la cabeza al Señor Falo.
¿Estará
muerto?
Un
sudor frio recorre mi espina dorsal.
—Cáncer—pensé—
Luego
caí a cuentas que podía ser por miedo de lo que me pudiera pasar por matar al
puto señor Falo. No remordimiento, lástima o tristeza por haberle quitado la
vida a otra persona. Después de todo, ¿qué más da una vida? Somos siete mil
cuatrocientos millones de personas. La vida de una sola, y sobre todo la de ese
sujeto, no tenía la más mínima trascendencia.
Eso
diré en la corte. «Señor Juez,
la vida de ese hombre era intrascendente, hasta innecesaria.»
En
el canal de noticias dicen que estamos a las puertas de una posible debacle
económica, pero ahora se ocuparán del tema del día. Yo.
Cambio.
En el canal de cocina, hay un chef que maldice mi nombre. Tal vez era el dueño
de aquél restaurante y acabo de matar a su mejor cliente.
Cambio.
La chica del clima dice que hoy estará nublado por culpa mía.
Cambio.
Muestran al Señor Falo saliendo del hospital en silla de ruedas y con vendas en
la cabeza. Una enfermera con dos pechos enormes que amenazan con destrozar el
pequeño delantal blanco que lleva, sostiene una bolsa de suero, intentando la
mejor pose para que las cámaras tomen la marca de aquella sustancia. Todo está
vendido.
El
señor Falo saluda a los medios de comunicación que lo esperan y sonríe. Es todo
un montaje, lo sé. Aquel golpe que casi lo mata, no fue para tanto. Actúa y es
mal actor. Ahora que se recupera, centrarán la atención en él y no en mí.
Se
alejan mis chances de ser un Influencer.
Las
horas pasan y sigo retenido en mi pequeña cárcel personal. En Twitter hay
varios hashtags con lo sucedido la noche anterior. Algunos quieren lincharme,
para otros soy el puto amo. #PitoCorto
es tendencia mundial.
Abro
la puerta y me asomo al pasillo.
La
señora Hopkins está limpiando la entrada a su apartamento. Nada tiene que ver
con Anthony, se lo he preguntado en más de una ocasión.
Lleva
el mismo camisón blanco de todos los días, junto con un pañuelo beige en la
cabeza. O tiene muchos camisones iguales o nunca se cambia, lo que es más
probable. La pobre no está bien desde que su marido murió.
Cuando
me ve, me saluda con la mano y sonríe.
Encontraron
al hombre en la cama desnudo y erecto. Uno de los médicos me confesó que
falleció cuando la señora Hopkins le practicaba un fellatio.
«El corazón» me dijo mientras se tocaba el lado izquierdo del pecho.
Ahora
cada vez que miro su sonrisa repleta de dientes amarillentos pienso en su boca
succionándole el pene a su marido muerto. Quizás lo hizo muy fuerte y le sacó
hasta el alma. Es una teoría, no lo sé.
Respondo
a su saludo levantando la mano. Ninguno habla, el sonido de su escoba pasando
sobre el piso una y otra vez es lo único que se oye.
Bajo
los tres pisos que me separan de la planta baja por la escalera. Me pongo la
capucha del abrigo y unos lentes oscuros para intentar pasar desapercibido.
Camino
pausadamente hacia la puerta de salida.
Mis
manos tiemblan, mi boca se seca, el corazón se acelera. Sudo como un puerco que
llevan al matadero. Bajo aún más la capucha y acomodo los lentes.
Abro
la puerta.
Nadie.
Alguien
casi se tropieza conmigo y me insulta al pasar.
—Hijo
de puta. —me dice—
Me
siento estafado.
Así
debió sentirse aquella muchacha que invité a casa a ver una película. Y sólo
vimos la película.
Soy
un perfecto imbécil. Debería sentarme en una banca con una caja de chocolates.
El
fuerte sonido de Vogue hace que me
sobresalte. Es la canción que le puse a mi teléfono cada vez que llaman de mi
trabajo.
Me
gusta Madonna.
Dos
chicas que pasan cerca de mí, se ríen y me miran. Deben pensar que soy gay.
Aprovecho la situación para mirarles el culo. Ambas lo tienen perfecto, como un
melón. En el punto justo de madurez.
Atiendo.
Es la secretaria de mi jefe que me pide que vaya a verlo de forma urgente. Debe
querer tener el placer de decirme en la cara que estoy despedido.
Levanto
mi brazo y me abalanzo sobre el primer taxi que veo. Prácticamente le vomito mi
destino al conductor y le pido que se apresure. Soy un hombre ocupado.
Noto
que me observa por el espejo retrovisor.
—¿Usted
es alguien importante? —me indaga—
—¿Me
conoce de algún sitio? —respondo—
—Realmente
no, pero le diré para quien usted siempre es importante.
Ese
hombre obeso detrás del volante ha logrado captar mi atención.
—Para
Jesús.
Juro
que le daré propina si deja de hablarme en este preciso instante.
—¿Cree
usted en nuestro salvador?
Sólo
cuando necesito a alguien a quien culpar de mis errores.
—Pues
él está dispuesto a perdonar tus pecados si crees y te arrepientes.
Desearía
que un camión nos embistiese.
—¿Estás
dispuesto muchacho?
Por
favor, que cruce un semáforo en rojo y parte del cerebro de un peatón quede
esparcido sobre el parabrisas.
—Déjeme
aquí mismo—contesto mientras le arrojo el dinero—
Me
apresuro a bajarme del vehículo lo más rápido posible. Estoy a unas diez
cuadras que prefiero caminar a seguir escuchando al predicador en su capilla
móvil.
Hace
demasiado calor. Para una persona nocturna como lo yo, todo me parece molesto
de día. Soy una especie de vampiro al que no le gusta la sangre, sino que se
alimenta de otras sustancias igual de nocivas.
No
existen los vampiros. En el ambiente se sabe que murieron de sida en los
noventa. Eran gente maja.
¿Las
personas siempre son tan ruidosas? Me acostumbré a la noche donde reina la
calma. Quizás algún grito por una violación o el quejido de un homicidio, pero
no mucho más.
Estoy
cerca, pero con cada paso lamento no haber seguido el viaje con aquel buda del
catolicismo. ¡Me arrepiento! ¡Me arrepiento! ¡Perdona mis pecados!
Cuando
al fin llego al edificio me dirijo directamente a la recepción, donde aguardan bellas
mujeres de labios pintados de un rojo furioso que anunciaran mi llegada.
—Busco
al señor Peterson. —digo—
Con voz metálica y con las mismas expresiones
faciales que un robot, una de las chicas me indica que debo subir por el
ascensor hasta el piso once.
Le agradezco, pero no responde.
Debe ser uno de los nuevos robots con IA.
O tiene la cara llena de Botox.
Subo
pensando en que voy a decirle. Creo que sólo aguantaré sus gritos y luego
escupiré en su rostro con toda la fuerza que pueda, para irme por el mismo
lugar por donde vine. Es buen plan, jamás se olvidará de mí. Pensaba defecar en
su escritorio, pero no puedo hacer si me miran.
El
ascensor tiene las cuatro paredes espejadas. Es como mirarte todo el tiempo sin
querer perderme de nada de mí mismo. ¿Esta verruga es nueva? Ahora sé que mi
perfil derecho no es el que más me favorece. Tampoco el izquierdo.
Creo
que tenía más de quince años cuando me enteré que Paparazzi no era una pizza con mucho queso.
Cuando llego
me detiene su secretaria y me pide que la acompañe hasta el despacho de su
jefe.
Voy
detrás mientras me entretengo con el movimiento de sus glúteos. No era nada
espectacular, pero es más divertido que ver la horrible alfombra turquesa bajo
mis pies.
Al ingresar,
Peterson me está esperando con el brazo extendido. Estrechamos las manos y me
pide que me siente.
Sin
dilación, me ofreció una nota en la página central de una de sus revistas,
además de una entrevista en uno de los exitosos programas de la farándula,
donde pueda relatar el suceso desde mi punto de vista.
Luego
debería presentar mi renuncia. Los famosos no me querían cerca de ellos, me temían
y le desagradaba mi presencia.
Lo
entiendo.
—La semana entrante nadie recordará nada
de lo sucedido, otro escándalo ocupará la pantalla —me dijo—
Quizás
una modelo que folla con su perro o algún cantante acusado de abusar de su
abuela. Da lo mismo lo que sea, lo importante es que las personas lo consuman.
Cambio.
Maldita
sea, no puedo cambiar de canal, esto es la realidad.
¿Esto
es la realidad? Qué asco.
El
señor Peterson me confesó que el señor Falo no sería famoso mucho más
tiempo. Mi arrebato había alargado un poco más su decadente carrera que acababa
de empezar.
—Seamos
sinceros—me dijo mirándome a los ojos—no haces un buen trabajo. Tu sólo estás
aquí por recomendación de Tony.
No
conozco ningún Tony, pero tenía razón y era porque después de un tiempo dentro
de ese mundo, te importa una mierda lograr una nota decente. Lo único que haces
es preguntar cosas como «¿Te sientes bien con tu nuevo color de culo?»
o «¿Aún sientes el pene en tu boca con todo ese colágeno?»
No
me convencía su propuesta. Le dije que quería escribir un libro y presumir de
ello.
—Quiero escribir un libro.
—Tú
no podrías escribir bien ni los obituarios. ¿Para qué quieres hacerlo? —me dijo—
—Para
presumir de ello.
No
conozco argumento mejor. Quiero algo importante, no un panfleto cualquiera.
Algo con tapa dura y hojas gruesas, no importa lo que diga dentro.
Me
dijo que era una buena idea y me fui de allí.
—Voy
a pensarlo, vete de aquí.
—Sí
señor Peterson.
Salí
más satisfecho de lo que esperaba. Quizás podría ser alguien después de todo.
Dejar algo que demuestre mi paso por esta tierra, aunque esté mal hecho. Las
futuras generaciones dirán que era un mal escritor, y eso es mucho en
comparación con los millones de personas de las cuales nunca se dirá nada.
Quizás
soy un genio.
Quizás
sólo necesito una siesta.
Todo
está pasando muy rápidamente y yo no he dormido lo suficiente como para
asimilarlo. Necesito volver a mi departamento. No sé si hoy tengo más o menos
problemas que ayer.
Levanto
mi brazo y me abalanzo sobre el primer taxi que veo. Una vez dentro, noto que
el chofer me observa por el espejo retrovisor.
—¿Usted
es alguien importante?
Mierda.
FAMOSO POR QUINCE MINUTOS
Cocaína Social
by Nielsen Gabrich
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